Por Cesáreo Silvestre Peguero
Hay quienes llenan el aire de palabras, pero sus voces se parecen a hojas secas que el viento arrastra sin rumbo. Hablan, sí, pero no dicen nada. El ruido sustituye al mensaje, y lo efímero se disfraza de importancia.
La verdadera grandeza del habla, sin embargo, no está en la abundancia de sonidos, sino en la hondura de lo expresado. Una palabra dicha a destiempo puede ser piedra que hiere; una palabra dicha con sabiduría puede ser bálsamo que sana.
Callar, a veces, es más elocuente que hablar. El silencio puede ser refugio, cumbre o abismo. No siempre quien calla carece de ideas; en ocasiones, es el único que entiende el valor del momento y el poder de la espera.
En cambio, hay quienes se apresuran a hablar sin propósito. Dejan que su voz corra más rápido que sus pensamientos, entregando fragmentos sin alma. Así, en lugar de edificar, desgastan; en lugar de iluminar, oscurecen.
Conviene detenerse y preguntarse: ¿lo que estoy por decir construye o destruye? ¿Suma a la vida del otro, o le resta fuerzas? Un corazón sensato busca siempre dejar una huella de bien, porque sabe que la palabra es una semilla que germina según lo que se siembra.
Hay palabras que desalientan, que apagan el fuego interior de quien las escucha. Pero también existen las que encienden esperanza, las que levantan al caído y sostienen al cansado. La elección es nuestra: ser portadores de sombra o mensajeros de luz.
Que nuestras expresiones, entonces, no sean meras corrientes de aire, sino ríos que fecunden la tierra. Que cada palabra pronunciada tenga propósito, belleza y verdad. Porque no se trata de hablar por hablar, sino de tener algo que decir… y hacerlo con amor.