Por Cesáreo Silvestre Peguero.
Se hace sano el enjuiciar, cuando quien encausa se mide por enjuiciar su propio proceder; si siempre actuáramos con el nivel de conciencia que ello amerita, poniéndonos en lugar de los demás, lográramos proceder con menos ligereza y destemplados prejuicios.
Un hombre estaba caminado a lo largo del muelle de la bahía de chesapeke en la isla de Kent. El sol brillaba. Un inmenso yate blanco cruzó, y un juicioso se pregunto: a que persona rica pertenecerá.
¿No podría tanto dinero utilizarse mejor para ayudar a los pobres?, de pronto se sintió inquieto por una idea que vino a su mente: ¿No tengo yo ahorros mayores que un estadounidense pobre que pudiera ahorrar, y más de lo que un ciudadano de un país del tercer mundo pudiera ganar en toda su vida?
Y se dijo asimismo: ¿qué me impide dedicar más de mi dinero para ayudar a personas hambrientas y sin hogar, o sin servicios de salud, aquí y en otras naciones? ¿Si yo juzgo al dueño de este yate no soy como los fariseos a quien Jesús reprendió?
Después de meditar con humildad, regresó a su casa comprometido a aumentar sus ofrendas para el año próximo y ser un mejor mayordomo de los recursos que Dios le concedió. Accionar más que hablar, así se debe actuar.
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