Por Cesáreo Silvestre Peguero
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La ignorancia suele disfrazarse de inocencia, como si fuera apenas un descuido o una falta menor. Sin embargo, cuando se observa con mayor detenimiento, se descubre que en ella habitan sombras que pueden parecerse mucho al ego. No toda ignorancia nace de la falta de oportunidades; a veces surge del desinterés deliberado por aprender, crecer o escuchar.
Hay quienes reconocen que desconocen algo, pero aun así deciden actuar como si lo supieran todo. Esa actitud no es un simple error, sino una rebelión interior. Es un gesto de altanería que los coloca en la misma postura de quienes se sienten superiores sin tener fundamento alguno. Es la soberbia disfrazada de ingenuidad.
La ignorancia consciente tiene una marca particular: la indiferencia con propósito. No se trata únicamente de no saber, sino de no querer saber. Es mirar hacia otro lado cuando la verdad se presenta, porque aceptarla implicaría transformar algo en el interior. Y muchos prefieren mantenerse en la comodidad del autoengaño antes que enfrentar la luz.
El ego, por su parte, es ese “yo” inflado que vive de apariencias. No reconoce méritos ajenos porque teme que hacerlo reduzca su propio valor. No admite errores porque confunde equivocarse con perder dignidad. Y no acepta que, detrás de tantas poses, puede existir un vacío profundo que ninguna vanidad puede llenar.
Cuando la ignorancia y el ego se encuentran, forman una mezcla peligrosa: la persona no sabe, no quiere saber y tampoco permite que otros aporten. Se encierra en una neblina de autosuficiencia donde todo cuestionamiento parece una amenaza. Así, se aleja de la verdad, de la humildad y hasta de la posibilidad de crecer espiritualmente.
La verdadera sabiduría no nace de acumular conocimientos, sino de reconocer límites. El humilde aprende porque sabe que necesita aprender. El necio, en cambio, se estanca porque teme admitir su fragilidad. Es allí donde la luz de Dios puede abrir camino, cuando el corazón deja de ser altivo y acepta que la verdad no disminuye a nadie, sino que lo eleva.
Al final, tanto la ignorancia consciente como el ego revelan un mismo problema: la distancia entre el ser humano y su propósito. Sólo cuando se deja a un lado la soberbia y se abraza la sinceridad, la vida encuentra dirección. Y como dice la Escritura en Romano capítulo 5, verso 6, Cristo vino precisamente cuando éramos débiles, ignorantes y necesitados. Él es quien llena ese vacío que el ego jamás podrá saciar.
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