Este septiembre nos encuentra exhaustos, aturdidos y, lo más preocupante, resignados. Los meses de julio y agosto en España han estado marcados por incendios devastadores que arrasaron miles de hectáreas, por inundaciones que dejaron a cientos de familias sin hogar, y por un fango político que, en vez de atender las emergencias, se dedicó a pelear en ruedas de prensa.
En Gaza, Israel avanza con su plan de ocupación total, mientras cientos de miles de personas huyen una y otra vez de barrios convertidos en escombros. En Ucrania, la guerra sigue devorando recursos y vidas sin horizonte de paz. En Argentina, algunos opositores han llegado a apedrear a Milei, un gesto que solo alimenta la espiral de violencia y que no debería ser la respuesta al populismo. En Rusia, ni siquiera se puede salir a la calle. Y en las democracias occidentales, líderes como Trump, Starmer o Netanyahu exhiben, con distinta intensidad, su desprecio por la protesta ciudadana.
La impotencia se ha convertido en el sentimiento predominante. Sabemos que somos mayoría quienes nos oponemos a las políticas belicistas de Netanyahu o a las ambiciones imperiales de Putin, pero eso no importa: lo decisivo es lo que decida el hombre que habita la Casa Blanca.
Europa, una vez más, se arrodilla ante Washington. Lo resumió el primer ministro de Polonia, Donald Tusk, en un tuit demoledor: “500 millones de europeos le ruegan a 300 millones de americanos que los protejan de 140 millones de rusos que no han podido vencer a 50 millones de ucranianos en tres años”. Una fotografía brutal de la irrelevancia.
En España, la tragedia veraniega de los incendios mostró hasta qué punto el cortoplacismo electoral prevalece sobre la prevención. La crisis migratoria volvió a exhibir la falta de acuerdos básicos para integrar a menores llegados a Canarias. Y mientras tanto, los líderes siguen discutiendo quién tiene la culpa en lugar de asumir responsabilidades.
En este contexto, la protesta social ya no es una opción: es una necesidad vital. La historia demuestra que sin presión ciudadana los gobiernos rara vez corrigen el rumbo. El problema es que la protesta, aislada y fragmentada, pierde fuerza.
En Israel, los familiares de rehenes que exigen su liberación se enfrentan en solitario a un gobierno que ha decidido prolongar la guerra. Desde Barcelona zarparon veinte barcos de ayuda hacia Gaza; pero para que se escuche de verdad, deberían salir doscientos desde diez puertos distintos. En Reino Unido, Starmer reprime hasta las camisetas con el lema Free Palestine. Y en Estados Unidos, Trump ha convertido su campaña en una cacería de inmigrantes, al tiempo que bloquea la voz palestina en la ONU.
La conclusión es clara: hace falta un sistema de protesta global. Una red ciudadana transnacional que supere fronteras y nacionalidades, que multiplique la presión y vuelva insoportable la indiferencia de los gobernantes.
Porque si el poder se ha globalizado —los mercados, las guerras, las decisiones que afectan a millones—, también debe globalizarse la resistencia.
La erosión democrática no suele llegar con un golpe seco, sino con pequeñas cesiones que el cansancio social permite. Cada mentira repetida, cada derecho restringido, cada protesta criminalizada erosiona el suelo común hasta que un día descubrimos que ya no queda nada que defender.
Esa es la estrategia de los sátrapas como Putin, Trump, Netanyahu o Maduro, y de los aprendices de caudillo que crecen en nuestras propias democracias. Generar impotencia es su manera de perpetuarse.
Pero si algo nos enseña es que aún estamos a tiempo de revertirlo. El esfuerzo individual puede parecer irrelevante, pero sumado al de miles, millones de personas, construye una fuerza imparable.
Resistir significa no aceptar la normalización de la violencia, no tragar bulos ni discursos de odio, exigir cuentas a nuestros gobernantes, salir a la calle cuando toque y participar activamente en la vida pública.
Votar sigue siendo un mínimo indispensable, pero no suficiente: hay que implicarse en asociaciones, asambleas vecinales, movimientos ambientales y digitales.
El reto es inmenso, pero no imposible. Un sistema de protesta global puede ser la vacuna contra la indiferencia. Porque si no somos capaces de alzar la voz juntos, lo seguirán decidiendo por nosotros los de siempre.
JORGE DOBNER
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