Por Cesáreo Silvestre Peguero
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Las llamadas ayudas sociales se han convertido en opio moderno; adormecen la conciencia del pueblo y aumentan la holgazanería disfrazada de necesidad. Mientras tanto, los surcos de la tierra se llenan de maleza y los corrales se vacían de animales. El campesino, antañosímbolo de dignidad laboriosa, hoy mira el horizonte con las manos ociosas, esperando una promesa que nunca llega.
Este populismo, vendido como justicia social, no es más que parasitismo político: una estrategia que debilita la autosuficiencia y asfixia el espíritu de trabajo.
El Gobierno de Luis Abinader se comporta como un padre insensato que vende la casa con la familia dentro, gasta el dinero en vanidades y luego para acallar culpas aparece con una funda de caramelos. Mas la familia, sin techo ni pan, despojada de la obligación y la dignidad del esfuerzo, termina muriendo de hambre y de olvido.
Así mismo, la nación se empobrece mientras la propaganda florece. Millones y millones se derrochan en anuncios publicitarios, en voces alquiladas que aplauden la mentira, en periodistas que venden su conciencia al mejor postor.
Y mientras tanto, el pueblo sufre: los precios se elevan como humo inalcanzable, los medicamentos se vuelven inservibles por su costo o su falsedad, los hospitales ostentan fachadas de cristal y se desangran por dentro. La inseguridad vaga sin rumbo en las calles, y la esperanza se esconde tras cada reja y cada muro, y yo, como comunicador independiente, no puedo callar ante este espectáculo de decadencia.
Ahora, en un gesto de cinismo, pretenden comprar conciencias prometiendo dádivas a los estudiantes, *como si el conocimiento pudiera nacer del soborno y no del esfuerzo, la virtud y el ejemplo.
Si la oposición no despierta y actúa de inmediato, si no se funde la voluntad de quienes aún creen en el trabajo honesto y el bien común, este gobierno seguirá haciendo de la patria su hacienda privada, repitiendo la vieja demagogia con palabras nuevas, mientras el pueblo noble pero cansado se hunde más en la pobreza y en la indiferencia.
Porque un país no se levanta con limosnas, sino con inversión real en la producción, en la infraestructura que conecta el campo y el mercado, con justicia, con trabajo, y con líderes que teman a Dios y amen la verdad.
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