Por Cesáreo Silvestre Peguero
El arte de las relaciones públicas no es un oficio, es una vocación. Es una de las labores más delicadas y cruciales de la comunicación. Olvídate del servilismo; su rol es una danza audaz que teje la confianza y blinda la reputación de la entidad que representa.
Con la discreción como un escudo, el verdadero relacionista público sabe que su silencio es más poderoso que cualquier grito.
No es una voz estridente, sino un faro de verdad y calma en la tormenta del ruido. El silencio es una estrategia de guerra cuando una respuesta puede ser el detonante de una crisis; espera el momento exacto para hablar, con la autoridad de la institución respaldando cada una de sus palabras.
Su trabajo se sostiene sobre pilares inquebrantables:
Credibilidad: Es un ancla de honestidad innegociable, una voz que inspira confianza ciega.
Comunicación Efectiva: Su palabra no solo conecta, sino que impacta. Su oído no solo escucha, sino que comprende.
Pensamiento Estratégico: Es el ajedrecista que ve el tablero completo, anticipando cada jugada para asegurar el triunfo.
Adaptabilidad: Un ser táctico que no se quiebra ante la crisis, sino que la domina y la transforma en oportunidad.
Ética Profesional: Su brújula innegociable, que dicta cada paso con transparencia y responsabilidad inquebrantable.
No hay margen para la mediocridad. El auténtico relacionista público no busca aplausos; su voz exige ser escuchada porque su labor es la de un guardián.
Rechazar la banalización de este oficio es un acto de pura integridad, un desafío directo a la superficialidad, especialmente en el campo minado de la política. Quien ejerce este rol con verdadera pasión entiende que solo la honestidad y la sobriedad son las únicas herramientas que, al final, construyen un legado invencible.
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