Por Cesáreo Silvestre Peguero
El Estado dominicano es una fachada de cristal y pintura fresca que oculta un motor oxidado: su burocracia no gestiona, sino que tortura la dignidad y el tiempo del ciudadano.
Las estructuras del Estado dominicano, aunque vestidas de modernidad, siguen mostrando una profunda infuncionalidad. Brillan los edificios recién pintados, los cristales ahumados y los logos relucientes, pero dentro de sus muros habita la misma precariedad de siempre: lentitud, desorganización y un trato que desconoce el valor del tiempo y la dignidad del ciudadano.
Incluso el Banco de Reservas, una de las instituciones que más ha invertido en imagen y estructura física, no ha logrado mejorar su servicio al nivel que su expansión exige. Se modernizaron las paredes, pero no el alma del servicio público.
El sistema nacional de titulación de tierras y viviendas, por su parte, continúa siendo un caos institucional. Las oficinas encargadas de dotar títulos de propiedad funcionan bajo métodos anacrónicos, con personal escasamente capacitado y una burocracia que parece diseñada para humillar al pueblo. Cada trámite es una odisea que pone a prueba la paciencia y la fe.
Es desgarrador comprobar que, en pleno siglo XXI, el Estado opere con métodos del siglo XIX. Las filas eternas, los formularios redundantes, la falta de información y el desorden general reflejan una maquinaria oxidada por la improvisación y la politiquería.
Durante el gobierno del ex presidente Hipólito Mejía se entregaron miles de títulos de propiedad; sin embargo, ninguno de ellos sirvió por su falta de validez legal o por las irregularidades del proceso. Hoy, bajo la actual gestión, la historia parece repetirse: se reparten títulos en medio de aplausos y cámaras, pero el trasfondo político y la falta de rigor técnico amenazan con convertirlos en simples papeles sin sustancia.
No se puede seguir jugando con la esperanza de la gente humilde, que espera durante años un documento que le garantice lo que ha construido con sacrificio. Urge una reforma profunda, un proceso de automatización real que elimine la burocracia arcaica y devuelva credibilidad al sistema.
El país necesita instituciones que sirvan, no que obstaculicen. Funcionarios que orienten, no que confundan. Servidores públicos que vean al ciudadano como el centro, no como una molestia.
Si el próximo gobierno sea cual sea su color no asume esta responsabilidad con carácter y voluntad, la República Dominicana seguirá caminando con paso torpe hacia un futuro de frustraciones repetidas. Porque no hay nación fuerte sin instituciones dignas, ni progreso real sin respeto al ciudadano.
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