Por Cesáreo Silvestre Peguero
La plenitud se dibuja, a menudo, como una quimera lejana,
un horizonte intangible que en la mente humana se afana;
mas la existencia de esta luz, tan clara y
mundana,
se revela en la vigilia que el sueño paterno engalana.
Hoy la memoria rescata una imagen prístina y temprana,
donde la dicha completa, sin esfuerzo, se hermana.
En aquel reposo compartido, de tan solo meses de vida,
mi pequeño tesoro la exactitud de la paz me convida.
El tiempo, inexorablemente, su senda ha seguido y su huella ha esculpido,
pues este chiquillo, de siete años, es ya un intelecto florecido.
Su mente es un jardín donde la luz brilla encendida,
la inteligencia hecha niño, en cada gesto está vertida.
Rendidos al descanso, ambos yacíamos en serena quietud,
una inercia de ensueño, manifestación de pura virtud.
Nuestros cuerpos, abandonados a la mansa solicitud,
mostraban una certeza arraigada en íntima gratitud.
Éramos la confianza hecha materia, sin sombra de inquietud,
un refugio tejido con hilos de seguridad y longitud.
El vínculo se expresaba en esa pausa dulce, sin parangón,
un pacto de almas sellado en cada leve exhalación.
Sentíamos el latido mutuo, bajo el velo del oscuro fanal,
en la sintonía perfecta de un lazo indisoluble y cabal.
Una dependencia instintiva, sin titubeo ni confusión,
el amor más prístino, elevado a su máxima expresión.
Así como el gran felino, el rey del vasto y silencioso arenal,
que duerme junto a su prole con atención fundamental,
mi alma velaba al amado, aunque el cuerpo estuviera letal.
Mi reposo se vestía de un cuidado táctico, esencial,
con el sensor activo, mi espíritu, en guardia sin igual,
custodiando el sueño de mi amado retoño, tan frágil y real.
Mi empeño diario es trazarle una ruta de acción convincente,
luchar porque mi vida sea un faro firme y permanente.
El ejemplo vivo es la conducta más plena que lo haga consciente,
la cátedra silenciosa que el alma entiende excelentemente.
La ejemplaridad es la norma más alta, más fuerte y urgente,
que un padre puede legar a su hijo, su ser más preeminente.
La plenitud no es una meta distante que se deba buscar,
es un estado del alma que aprendemos a guardar y a valorar.
Es esta estampa preciosa, que el pasado me logra evocar,
la certeza de que mi hijo es el único sitio donde quiero anclar.
Por él persisto y avanzo, por él aprendo a actuar,
la razón más sagrada que tengo para seguir y amar.